martes, 19 de enero de 2010

Artículo de Luis María Ansón: "El idioma del periodismo", Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes 2009 (El Cultural)


Al fondo, las llamaradas de las explosiones. En los tímpanos, el estruendo de los disparos. En el entorno, la agitación de la guerra. El corresponsal de televisión improvisa su crónica en directo, cara al espectador. Habla al servicio de la información; también con el esfuerzo añadido de expresarse correctamente, incluso bellamente, en una situación límite entre el temor y el temblor de la batalla que se libra a su alrededor.

Final del campeonato de fútbol en España. Furor en el estruendo de las gradas. El cronista deportivo pegado al micrófono radiofónico vomita materialmente las palabras para adaptarse a la celeridad del juego. Le escuchan centenares de miles de personas y muñequea para que la corrección gramatical y sintáctica vertebre sus palabras. Un prodigio que no lo atropelle todo.

Son dos ejemplos de los cien que podría poner. No tienen razón algunos compañeros míos de la Academia. No es lo mismo escribir un artículo en la mesa del despacho, con sosiego, sin sobresaltos ni urgencias, el diccionario a mano para la consulta y la reflexión, que la exigencia de rapidez y las situaciones de peligro que, en muchas ocasiones, presiden el ejercicio profesional del periodista, encendido en el destello de la palabra urgente.

Está claro que los medios de comunicación, el periódico impreso, hablado o audiovisual, deben esforzarse por hacer más limpio y transparente el idioma. Su influencia sobre el ciudadano medio resulta decisiva. La gente habla condicionada por la radio y la televisión. La responsabilidad del profesional en este sentido es muy grande. En algunos casos los periodistas destrozan el idioma. Sus rebuznos enanizan la lengua de Rubén y San Juan, de Gabriela Mistral y Ana María Matute.

Pero, en líneas generales, los profesionales del periodismo impreso o audiovisual, incluso en situaciones límite, están conscientes de su responsabilidad, se desembarazan de la general estolidez y contribuyen a que los ciudadanos hablen de forma más correcta. Antes que en el hogar o en la escuela, el idioma se aprende en la televisión. Los niños y adolescentes beben las palabras hipnotizados ante el televisor. Por la imaginación de Nebrija no pudo pasar lo que hoy es la realidad social cotidiana.


El español es el segundo idioma internacional del mundo, tras el inglés. El chino, aparte del enjambre dialectal que lo zarandea, apenas cruza las fronteras de aquel país gigantesco. En la primera potencia del mundo, los estudiantes matriculados en español superan a la suma de todas las demás lenguas: francés, alemán, italiano, portugués, ruso, japonés, chino… Estados Unidos se ha empinado ya como el segundo país hispanohablante del mundo, tras México. En la nación más poblada de Iberoamérica, Brasil, al margen de los escapularios ideológicos y las zahúrdas nacionalistas, el estudio del español es obligatorio oficialmente. En las más diversas naciones del mundo desde Suecia a Japón, desde Alemania a Corea, el castellano es, tras el inglés, la lengua extranjera elegida por los estudiantes. Más de 450 millones de personas hablan el idioma de Cervantes y Neruda, de Quevedo y Borges. Ah, y como lengua nativa, el español ha desbordado ya al inglés.

La responsabilidad de los medios resulta clave para limpiar, fijar y dar esplendor a nuestro idioma. Me complace subrayar que mis compañeros profesionales están haciendo una inmensa labor en ese sentido, aunque haya excepciones y algunos martiricen la palabra, fracturen la sintaxis y asilvestren la expresión. En todo caso, los latigazos que recibe el español no están residenciados, hoy por hoy, en los medios de comunicación tradicionales sino en el lenguaje digital y en los sms. Las academias, los institutos, las universidades, tendrán que atarse los machos y lidiar ese toro sobre el nuevo albero tecnológico. Los mensajes telefónicos, convertidos en taquigrafía epiléptica, han sustituido a la comunicación epistolar. No va a ser fácil salvar la corrección del idioma, tiznado por el atropello digital.



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