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Un signo de la era del consumo, supongo. Un indicio de prosperidad material, que sobrevive al rigor de la que hace un año iba a ser la peor crisis de la historia y ahora vaya usted a saber, porque nunca, que yo recuerde, los expertos han sido menos expertos, ni han sembrado tanto desconcierto. Una devaluación de la espiritualidad, claman quienes defienden que el espíritu humano no alienta fuera de los muros de los templos. Seguramente tienen razón, pero resulta paradójico que en una sociedad cada día más pagana -lo dicen ellos mismos, al proclamar que España se ha convertido en tierra de misiones-, una fiesta de origen religioso se dilate hasta dominar todo un trimestre de trivialidades.
Eso, la sensación de que navegamos sobre una cáscara, es lo más inquietante del virus navideño que desata cada año una epidemia más precoz que la anterior. La Navidad ha dejado de ser un compromiso de los católicos para convertirse en una pesadilla universal, una condena perpetua al villancico de la que, desde mediados de octubre, nadie puede escapar. Y, digo yo, si ya somos paganos, ¿no podríamos volver a la austeridad de cuando éramos creyentes? Lo que nos ahorráramos en diseñadores y cabalgatas podría reforzar el gasto social del Estado, mientras los expertos se ponen de acuerdo en el porvenir de la crisis económica. EL PAÍS
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