En la mesa de al lado dos estudiantes (chico y chica) mantenían una discusión gramatical. Él se quejaba de que la palabra "objeto" no tuviera femenino y ella de que el término "cosa" careciera de masculino.
–Para mí –decía el chico–, una cajetilla de tabaco no es un objeto, sino una objeta.
–Pues para mí –aseguraba la chica– el pene no es una cosa, sino un coso.
–Si te empeñas en llamar coso al pene –replicaba el joven–, comenzaré a llamar objeta a la vagina.
–Pues te equivocarás: la vagina no es una objeta, ni siquiera una cosa, a ver si distingues.
La llegada del camarero con sus refrescos y mi gin tonic de media tarde los hizo callar. Cuando se quedaron solos de nuevo ninguno fue capaz de retomar la conversación. Yo di un primer sorbo a mi copa fingiendo permanecer ensimismado en mis asuntos (quizá en mis asuntas), pero atento a la posibilidad de que reanudaran aquella interesante conversación lingüística. Tras un rato de silencio ominoso (qué rayos significará ominoso), la chica dijo:
–¿En qué piensas?
–En nada –respondió el chico.
–Estoy segura –replicó ella– de que la primera persona que habló fue para mentir, como tú ahora.
–¿Y qué mentira dijo?
–"Yo no he sido". Vamos, es que no me cabe la menor duda de que el lenguaje se inauguró con esa frase o una parecida: "Yo no he sido".
–A lo mejor –añadió el chico–, la primera persona que pronunció una frase entera fue para decir "te quiero".
–¿Me estás diciendo que me quieres?
–He dicho que a lo mejor fue la primera frase de la humanidad.
–¿Pero me quieres o no me quieres?
El chico miró a su alrededor, por si hubiera alguien escuchando, y dijo en voz baja que sí, que la quería, pero que no volviera a llamar coso a su pene. Ni tú objeta a mi vagina, concluyó la chica. Y se pusieron a hacer manitas.
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